camisonrosa

domingo, diciembre 04, 2005

costumbres



Su madre dice que cuando él era pequeño inventaba historias todo el tiempo. Ella cuenta que ante su cansancio, luego del trabajo, el super y las escuelas de los dos chamacos, todavía tenía que aguantar los desplantes narrativos del más pequeñito de los dos. Cuenta que cuando volvían a casa después de la jornada, el niño miraba cinco minutos a la ventana del camión y luego volteaba con una nueva historia, que continuaba construyendo mientras miraba a la gente que regresaba cansada a sus hogares, con rumbo hacia el poniente. Un poniente que en ese entonces no vislumbraba ni un sólo viso de opulencia o de glamour.

Dice que comenzaba con: “Quieres que te cuente una historia??”. Cuando ella se agotaba de ponerle atención, el niño le tomaba la cara con las dos manitas y le decía: “Ponme atención, la historia esta buena”. La mamá no podía hacer otra cosa y terminaba de escuchar los cuentos. Al final de cuentas era mamá.

Entre los 15 y los 17 tuvo una explosión narrativa y escribió cuentos y más cuentos, sobre cualquier cosa, sus historias personales, cosas que miraba en la calle, las chicas (y no tan chicas) de las que se enamoraba entre Centro Médico y Guerrero y a las que solamente vería una vez en su vida, a las que jamás, ni por un milagro, se atrevería a hablarles. Sus historias se escribían entre los viajes por el subterraneo, los camiones, las hojas de sus cuadernitos y los papeles y cartones que a veces guardaba, en donde también a menudo dibujaba, aunque siempre pensó que eso no era lo suyo, ahí no tenía tanta imaginación.

Con esas historias convenció a más de uno de que tenía pluma y vocación. A los 16 lo escogieron por sobre varios profesionistas con una irónica historia sobre un amor y unas toronjas. Creo yo que siempre se escondió detrás de sus propios textos. Siempre escondió en ellos el amor que podía sentir por cosas tan simples como su amiga de la banca de enfrente, el amor por el otoño y las películas morbosas o sencillamente por los anhelos que no todo el tiempo podían ser cumplidos. Siempre vio en ese ejercicio el espacio propicio, para poder decir más de lo que hablaba con su gran boca, con su incansable lengua, con sus palabrotas, ahh pero vaya que ese muchacho hablaba!!, hablaba mucho, a veces de más. Curiosamente eso nunca le dio pena.

A los 17 se enamoró, abandonando la narrativa por una prosa poética en aras de consumar sus más locos y enfermos desvaríos de adolescente chaquetero, que creía en la pasión mientras su virginidad esperaba ansiosa, mientras creía en las alegorías y metáforas como mecanismos para encontrar en la otra (en ella) ese lugar que tanto anhelaba, al mismo tiempo que se entusiasmaba más por una fiesta que por leer un libro o algo así.

Prefería escribir que hacer otra cosa, en aquel momento, cuando sostenía largas conversaciones para poder llegar a un “me gustas” o digamos ya por lo menos un: “te me antojas…mucho”. Nunca lo decía de ese modo. Siempre pensó que existían mil formas más bonitas de ejemplificarlo. Me parece que sigue haciéndolo.

Con ella (o por lo menos en ese momento) escribió mucho, en papeles, particularmente en un cuadernito verde, que tenia un elefante grabado en su portada. Quizás, si yo pudiera, editaría esos textos en un libro y lo titularía: Fragmentos de un discurso amoroso entre los 17 y los 18 a.k.a. Roland Barthes a la sexta pacheca. Eso también lo fue perdiendo, poco a poco, al tiempo que perdió quizás la credibilidad en depositar toda la pasión en un todo, o por lo menos en un cuerpo que parecía lejano y perfecto. De cualquier forma el escritorcito era medio pendejo y volvería a caer una, dos y más veces después de esto, y también volvería, de algún modo, a sus mañas, a sus artimañas y a sus viejas costumbres.

Su nuevo amor modificó su práctica, esta vez no tenía forma, no tenía cuerpo (o por lo menos algunas veces) se llamaba arte y lo envolvía. Ahí lo perdimos, un buen rato, pero por lo menos había gente que lo leía, la práctica se expandió y todo eso, con él, volvió, aunque poco a poco se convirtió en una especie de discurso anecdótico plagadisísimo de juicios de valor.

Su narrativa, sus palabritas, sus pequeños desplantes poéticos encontraron salida en un nuevo medio, en un espacio electrónico que solo compartía de persona a persona. Sus epístolas digitales eran privadas, eran hermosas (a mis ojos, quizás también a los otros). Creo yo que más de una de esas cartas en la web pudieron hacer llorar al destinatario. A veces ese muchachito que escribe, suele ser un poco sanguinario. Nunca he podido terminar de entenderlo. Creo que hay unos que pegan, otros que agreden verbalmente, otros más que se alcoholizan o se drogan. Este escribía, mucho y muy sincero.

Ellas e incluso algunas veces ellos (sus amigos) pudieron comprenderlo, pudieron recibirlo. El siempre encontró en este ejercicio la purga y el paladeo de una de sus más grandes pasiones. Nunca lo entendieron bien pero a él no le gustaba escribir. A él le gustaba leerse. A él le gustaba que lo leyeran, le gustaba leer. El era un gran idiota egocéntrico y simpático muchacho cachetón.

En los últimos años me acerqué un poco a él. Pude leer que escribía cosas raras acerca de sucesos contemporáneos, de historias personales (como de sus cuates, las pedas y esas cosas, incluso por ahí de pronto se dibujaban algunas pasiones). Pude percibir incluso ciertos visos de academia, aunque en realidad debo confesar que me parece difícil creerle del todo cuando se refiere a esas cosas.

Escribía sobre artistas, asesinos en furgonetas, personajes de la televisión y algunas otras raras anécdotas, las cuales estoy casi seguro que guardan cierta relación con esas primeras narrativas que platicaba a su madre a sus escasos cuatro añitos, la edad en la que creo que alcanzó la más completa lucidez. Pienso que los años siguientes solo han sido un eco de esa infancia.

Hace poco, muy poco para ser exactos, he vuelto a leerle, con gusto, muchísimo gusto. El tiene un espacio como estos, en la red, en donde ha encontrado un lindo refugio y un espacio rosa para derramarles sus cursilerías, las cuales nunca aplaudo pero siempre comparto y entiendo.

Creo que algo bueno debe estar pasándole pues tenía ya un tiempo que no le leía con tal entusiasmo. He pensado luego de ver sus últimas palabras, que es en un momento exacto cuando su prosa poética (esa de los 17) le devuelve algo a su vida.

Últimamente se le nota sumamente contento. Es mi deseo que eso dure. De todo corazón.

Si alguien lo ve por ahí salúdenmelo y díganle que estoy contento. Que algo parecido me esta sucediendo a mi.

Creo que sus textos no son más que un eco de su vida, de su ánimo, de sus tristezas y sus pasiones. Eso creo, en suma, es lo que debe de ser la literatura, aunque debo confesar que lo que él hace no es literatura. Es solamente un recurso, un recurso de su intrincada práctica comunicativa.

Y creo que todo eso le hace bien.

Y por eso lo hace…

Creo que tú también le haces bien.

Ciudad de México
4 de diciembre






 

ojala pronto podamos vernos, todos... y entonces darnos un gran abrazo y decirnos de una puta vez quien es quien...