camisonrosa

domingo, enero 08, 2006

Espacios de la memoria/sur de la Ciudad

Hoy caminé por un lugar pensando en las cosas que este espacio me recordaba, las cosas más inmediatas y más intensas, las más puras, las más personales y las más hermosas.

Las mismas que apenas unos días atrás revivían en una plática por teléfono.

Dicen que cada lugar es un microcosmos, un espacio en el que suceden muchas cosas al mismo tiempo. Muchas historias simultáneas. Si bien el mundo vive a cada momento y sus habitantes construyen en esos momentos sus historias personales, estoy seguro que hay otro mundo, uno constituido por recuerdos, que flota como bruma por encima del presente dentro de esas mismas geografías.

Hay una historia que vive constantemente, que no se acaba, una cosa similar a un hoyo negro que se queda latente en la memoria.

Cuando paso por ahí recuerdo a la perfección lo que ocurrió apenas un par de meses atrás, aunque parezca que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo.

Seguramente cuando ella pase por ahí, dentro de mucho tiempo, quizás años, quizás cuando yo ya no este aquí, probablemente podrá recordar esas mismas cosas que recuerdo yo.

El lugar es la calle de Centenario esquina con Madrid en Coyoacan, los alrededores de esta esquina y las hojas secas en el suelo que solo estarán ahí en una época del año.

Pienso en eso, pues justo cuando camino de regreso y platico con una amiga, voy imaginando todo aquello que ha pasado por ahí, no precisamente por que este sea un lugar especial, sino simplemente por que es un “lugar” como todos los otros, un espacio de memorias. Incluso con ella misma (con esa amiga, la de hoy) tengo una historia, un recuerdo sobre torres ardiendo y aviones, sobre jugos envasados sin conservadores y envidias históricas y generacionales.

Hoy me despido de ella justo afuera del Centro Comercial que ha cambiado su raza pero no su fisonomía, desde aquella noche en que nos preguntábamos “como carajos sabía fresco el jugo si estaba envasado” y nos decidíamos entre la pulpa y la no-pulpa. Le digo adiós mientras en secreto pienso sobre las cosas que me platica y en como cambia nuestra vida, nuestras expectativas e incluso nuestros cuerpos, nuestros rostros, nuestras ropas.

Y sobre todo nuestros paisajes.

Y en este cambio de paisajes, afirmo que esos espacios de la memoria (no necesariamente los de Auge, pero si algunos parecidos) permanecen ahí, latentes, vivos, y creo yo, casi con seguridad chamánica, que si los huelo fuerte, si los vislumbro y los recuerdo con claridad, podrán aparecerse ahí.

De hecho, estoy casi seguro de que hoy, mientras yo camino por esa avenida larga y oscura y miro los paisajes distintos y los camellones con monstruos escultóricos, al mismo tiempo nosotros dos (mi amiga y yo) seguimos caminando por ahí, platicando sobre torres ardiendo, jugos envasados y envidias generacionales.

De la misma forma en que ella y yo (la otra persona referida en este relato, la de la calle de Madrid, no mi amiga) seguimos jugueteando a descifrar un juego más que conocido, y seguimos rozándonos la mano nomás por curiosidad y anhelo, haciéndonos bromas absurdas y matando al tiempo para hacer más larga nuestra historia. Ella y yo seguimos ahí jugando a coquetearnos y probablemente seguiremos ahí siempre, en ese espacio geográfico delimitado por las calles en las que caminamos aquel día que descubrimos uno a otro, nuestra obsesión por el otoño y las hojas secas.

Y cuando vuelvo al lugar en el que estoy ahora, en la avenida oscura, llegando a la luz, donde el supermercado, la avenida loca de doble flujo, los paraderos y los taxis, recuerdo un pasado más lejos, mucho más lejos que el de las hojas secas, que el de los aviones y los jugos, un pasado de hace ya tiempo.

Quizás un pasado de cuando empezaba a dejar de ser niño, de cuando comencé a sentir dolores, miedos, ansiedades y demás.

Hoy me doy cuenta de que quizás siempre tendré un recuerdo de Miguel Angel de Quevedo que se yuxtapondrá con mis nuevas experiencias así como lo ha hecho ya con anteriores, como esa tarde intensa de exquisita comida japonesa, como esa tarde de soledad y enfermedad en la que “me metí al súper a ver que había para comer”, o cuando fui a un lugar raro a fumar y tomar cerveza en medio de franceses a los que no entendía un carajo.

A veces mezclar memoria con una sola geografía crea telarañas, como las de Spider.

Como las que se me crean hoy en la cabeza cuando bajo por esa escalera larga de M.A de Quevedo, pensando que aún hoy, después de tanto tiempo, existen posibilidades de encontrármela de casualidad, como aquella vez, hace unos años en la que me hice disimulado. Encontrarme a esa memoria y ponerle orden a las geografías.

Vivo en una Ciudad que es muchas pero al final todas sus ramas parten de una raíz.
Vivo en una Ciudad que me digno escribir con mayúsculas.
Vivo en una Ciudad que me obliga a recordar todo el tiempo mis historias.

Mis historias viven en una Ciudad que no les permite morir, que las mantiene en memoria caché, en universos por arriba de la neblina en donde el tiempo se repite y se repite

Y se repite y se repite.

Hoy camine por la Calle de Centenario e hice esquina con la Calle de Madrid. Pare frente a esa Mega que antes se llamaba Auchan, baje por las escaleras de ese metro recordando cosas que dudo en recordar, volviendo una vez más a la misma casa.

Todas esas son psicogeografías de mi memoria. Son espacios de mi memoria.

Hoy no se por que amanecí con un afán nostálgico al tope. Cuando mi amiga me llamó por la tarde para invitarme al cine ella no tenía ni la menor idea de que cinco minutos atrás ya acababa de revivirla en otro espacio de la memoria, por un roce psicogeográfico atemporal.

No tenía ganas de explicárselo, solo tenía ganas de verla.

También tenía ganas de ver a otras personas, pero seguramente hoy no era el día.

Vaya que ganas.

2 Comments:

Publicar un comentario

<< Home

 

ojala pronto podamos vernos, todos... y entonces darnos un gran abrazo y decirnos de una puta vez quien es quien...